22 Jun
22Jun

¿Qué te puedo decir? Ya no tengo ni para respirar. Lo último que tenía se lo saqué a otro pobre linyera, muerto. Para que nadie piense mal, aclaro que ya estaba muerto cuando se lo saqué. Entre linyeras tenemos códigos. Yo sabía que el gordo estaba por palmar en cualquier momento, se lo veía mal hace días. Vivió sus últimos instantes aferrado a ese surtidor como si aquel cilindro le fuese a devolver la salud. O los años. Tanto así que no sabés lo que costó sacárselo de las manos. En fin, yo estaba en un respirador público de la vereda de enfrente, inhalando de a tandas lo poco que le podía sacar. Un aire con gusto a óxido y bencina que te hacía pensar si realmente valía la pena seguir respirando. La tarde refrescó súbitamente, pero el gordo apenas podía estremecerse. Yo lo contemplaba desde enfrente durante largos lapsos en los que me imaginaba hablando con él, hasta volver a la máscara de oxígeno. Es increíble lo que uno se entrena para aguantar la respiración. Esperé respetuosamente a que se termine de morir. Él lo sabía. Entre tanto, decenas de personas nos cruzaban apurados, andá a saber de qué. Cuando lo vi caer, tomé una inhalada profunda de ese aire pútrido y crucé corriendo. Cerré la válvula de su mascarilla para que se perdiera lo menos posible. Tenía los ojos abiertos el pobre, eso hizo todo más difícil. Eso y que lo agarraba con una fuerza el gordo, los dedos entumecidos… Cómo se aferran a la vida los muertos, che.

Ese surtidor me aguantó un par de días largos. Se ve que el gordo lo racionaba bien. Quizá pensando que iba a vivir más, qué se yo. Tampoco es que uno sepa con certeza cuándo va a morirse. A mí me gustaría poder decidirlo.

Lo primero que hice fue alejarme un poco del barrio. Las cosas se pusieron pesadas en la calle últimamente. Un viejo como yo, con esta facha, cargando un surtidor bajo el brazo… es carne de cañón. Y eso sin contar que no somos precisamente los indigentes los que matamos sin descaro por conseguir uno. Pero eso ya vendría a ser otro tema. Lo cierto es que corría riesgo de ser afanado si me quedaba ahí. Entonces decidí mudarme a un vecindario mejor catalogado.

Revisé tachos y esquinas buscando otro surtidor para cuando se acabara este, pero hasta en las casas más elegantes siempre los tiran completamente vacíos. Es lo más lógico. Pero la esperanza nunca se pierde, algunas veces algo encontrás.

Qué mal que te miran cuando revolvés en busca de algo para respirar, como si ellos no respiraran también. Decí que a uno ya no le importa nada a esta altura.

Caminé unos días entre la gente buscando en vano abastecerme de algo con qué respirar después. Cuando me cansé de tanto buscar me tiré en un recoveco del Parque Centenario. En el peor de los casos, en un parque todavía se puede respirar algo. Cosas que uno aprende con la práctica.

El sol pegaba tibio, de frente y yo tenía las piernas cansadas. Saqué lo que me quedaba de vino de la campera y le di unos tragos que sabían a Dios. Un Dios picado, pero Dios al fin. Ya más relajado, contemplaba las familias paseando. Con sus niños jugando. Ellos tenían de esos surtidores modernos que no tenés que cargar bajo el brazo, esos que tienen todo un sistema y que son muy estéticos, que casi ni se ven con la ropa. Algunos pájaros caían muertos alrededor mío y yo seguía tomando vino bajo el sol. Entre tanta miseria, no hay nada más hermoso que quedarse completamente dormido y medio borracho sin ejercer oposición alguna. Simplemente… dejar que suceda. Uno sabe que se está por quedar dormido y que ese descender tan sereno fluye únicamente si no hacés nada al respecto. Es un vértigo tan seductor que no podés decirle que no, que venga más tarde. El menor descuido podría echarlo todo a perder.

En un momento se me apagó la tele y ya no supe nada más del mundo.

Había algo muy vívido que intentaba retener en mi memoria estando aún dormido, porque sabía que lo estaba. Creo que en un momento decidí despertarme para recordar lo que estaba soñando, pero ya era tarde. Había caído el sol y me despertó el frío. Era áspero el respirar en el parque, pero igual se podía. Cuando quise pasar al surtidor del gordo me di cuenta que lo había dejado completamente abierto mientras dormía. Desesperado, lo cerré. Aguanté la respiración y miré rápidamente a mi alrededor para ver si encontraba otro. Ya no quedaba nadie en el parque. Agité el cilindro acercando la oreja y mis sospechas empeoraron. Me acerqué la mascarilla y abrí cuidadosamente apenas un ápice de la válvula. Un soplo de oxígeno me llegó tan de golpe que no lo pude agarrar. Y luego, nada. Inhalé con fuerza pero no había nada. Abrí un poco más y nada. La giré hasta el tope aspirando con fuerza, pero no salía nada. La di vuelta del todo con fuerza haciéndola girar en falso hasta sacarla de lugar. Metí mi nariz en el agujero del conducto pero estaba completamente vacío. Ya no quedaba oxígeno.

Nunca me odié tanto en la vida. Arrojé el surtidor con violencia y le grité andá a saber a quién. Busqué la botella de vino, pero no la encontré. No estaba a mi lado, ni dentro de la campera. Linyeras hijos de puta. Seguro alguno estuvo respirando de mi surtidor también. Intenté contenerme, pero me era imposible. Estaba enfurecido y no tenía nada para respirar. El poco oxígeno que me permitía tomar el parque entraba como si tuviera vidrio molido.

Casi a gatas me arrastré hacia la calle en busca de algún respirador público, pero no vi ninguno. Aguantar la respiración marea y se me cierran los ojos. Así me era imposible encontrar uno por más que lo tuviera enfrente. Di la vuelta al parque agarrándome de los árboles intentando estar despierto. Lo peor era que en las afueras del parque ya entraba el aire contaminado de la ciudad y no hallaba ni siquiera el oxígeno áspero del interior por más que me volteara e intentara respirar del lado del parque. Era imposible. Empecé a toser ronco. La gente de la vereda de enfrente se asustaba, comentaban cosas. No podía siquiera mirarlos. Si cruzaba y caminaba quizá encontraría algún respirador, pero no sabía si llegaría vivo.

Me arrastré como pude al centro del parque hasta el lago. No sé qué pensé que podría sacar del agua. Respiraba ese aire espeso que me perforaba. Ya no sentía la nariz, estaba entumecida. Llegué a orillas del lago agarrándome la cara. Mi nariz sangraba. Palpé el agua con las manos ensangrentando así todo el lago. Hice un último esfuerzo y sumergí la cabeza. No sé qué esperaba, no está en nuestra especie respirar bajo el agua. Inhalé y el agua entró en mis pulmones. Me sentí ahogar y saqué la cabeza vomitando el agua en las orillas del lago en violentas convulsiones. Estaba casi inconsciente cuando me sentí arrastrar y en algún momento me desmayé.


Para mi sorpresa desperté temblando de frío, pero respirando. Abrí los ojos y estaba rodeado de otros como yo. Había un tacho prendido fuego en el centro y tenía en mi cara una mascarilla de la que respiraba. Tenía un fuerte dolor en mi cabeza, era como si una burbuja quisiera explotar. En un momento uno me sacó el surtidor y respiró de él. Ahí entendí que éramos un grupo compartiendo un mismo cilindro. Me sentí aliviado al principio. Los miraba sin entender mucho qué pasó. Ya no estábamos en el parque, sino en una calle cortada, oscura y fría. Me ofrecieron algo de comer, pero no tenía voluntad para eso. Solo bebí un poco de vino y esperaba mi turno para respirar. Andá a saber cuánto le quedaba a ese cilindro. Éramos seis por lo que pude contar. Cuando le quedara poco a ese surtidor Dios sabe qué sería del grupo. Frente a mí había un flaco escuálido, pelado y consumido que me miraba inquieto. Supongo que él pensaba lo mismo que yo y que no habrá estado muy de acuerdo con mi incorporación. Luego de mi turno paso el surtidor al que tenía a mi lado y pregunto si no sabían de un respirador cercano. El que estaba a mi izquierda me toca el brazo y niega con la cabeza. Entonces me di cuenta de que hacía mucho tiempo que no hablaba, no recordaba cuándo fue la última vez de hecho. Para hablar se gasta mucho oxígeno. Sentí que me raspaban las cuerdas vocales, así que bebí un poco más. La burbuja en mi cabeza se achicaba comprimiendo mi cerebro, a veces parecía moverse. Era el turno del flaco que no dejaba de mirarme fijo. Aspiraba sin sacarme los ojos de encima y pasa el surtidor a su compañero, luego masticó algo que tenía en los bolsillos. El resto no tenían nada para destacar. Estábamos casi muertos en realidad, sólo faltaba el cuándo. Acerqué mis manos al fuego para apaciguar el frío, pero no funcionó del todo. Me quemaba la punta de los dedos y el resto de mi mano seguía helada. Cuando me tocó respirar me procuré darle unas inhaladas profundas para recuperar fuerzas. Sabía que no había futuro ahí y tenía que rajarme lo antes posible, antes de que se desatara la batalla por los centímetros cúbicos que le quedaban. El pelado me increpó violento con gestos que no entendí. De golpe se me abalanzó e intentó sacarme el surtidor de las manos. Yo me resistí, el resto se inquietaba. El flaco tironeaba y yo también, hasta que me pateó fuerte en las costillas y lo solté. Entonces él se lo llevó a la nariz saltándose al resto y todo se fue al carajo. El que estaba a mi derecha se arrojó sobre él y empezaron a forcejear, luego fue otro y otro hasta que los cinco estaban parados frente a mí propiciándose toda clase de golpes y mordidas por el cilindro. Yo decidí no meterme, especulaba con que alguno muriera para tener más oxígeno por cabeza cuando terminara la batalla.

En medio de la pelea se acerca a toda velocidad un auto que se lleva puesto el tacho prendido fuego y con él a todo el grupo. Del auto bajan 3 tipos con palos, encapuchados con una especie de hojas grandes que no había visto nunca. El flaco que fue mi peor enemigo por unos minutos se levantó aferrado al cilindro; dos que pudieron ponerse en pie salieron corriendo. Los otros dos nunca se levantaron. Yo seguía sentado conteniendo la respiración. Dos de los encapuchados comenzaron a golpear al flaco con los palos. Él gritaba desgarradoramente, pero no soltaba el surtidor. El tercer tipo, parado al lado del auto, solo me miraba. De un momento a otro el flaco no gritó más y le sacaron el cilindro. Uno me miró desafiante mientras se lo colocaba. Se miraron entre ellos para ver qué hacían conmigo. Se ve que les di lástima porque se dieron vuelta y se dirigieron al auto. Yo seguía aferrado al vino bajo mi campera y ni bien me dieron la espalda arrojé con todas mis fuerzas la botella hacia la cabeza del tipo que sostenía el surtidor. Me abalancé rápidamente a sacarle el cilindro y salí corriendo hacia la calle. Uno me corría con uno de los palos mientras yo abrazaba violentamente el surtidor. Enseguida escucho el auto perseguirme. Me puse la mascarilla mientras corría y giré la válvula. El auto dobló la esquina y se metió sobre la vereda para atropellarme llevándose puesto todo lo que tenía en el camino. Estaban casi por alcanzarme cuando el cilindro dió el soplo final y, sin pensarlo dos veces, se los arrojé al parabrisas. El auto me embistió tirándome por el aire (o lo que queda de él) y luego chocó contra un poste de luz. Yo caigo destrozando mi cabeza contra el asfalto y juro haber sentido cómo explotaba aquella burbujita en mi cabeza. Fue un momento dolorosamente placentero. Salía baba de mi boca, pero yo no podía ni levantarme. Los veo bajar del auto ensangrentados, uno se agarraba la cabeza. Eran solo dos, debieron haber dejado atrás al que recibió la botella. Se dirigían hacia mí con sus palos y de golpe se frenan. Entonces me doy cuenta que ya no puedo oír absolutamente nada. Apenas podía ver. Se miran entre ellos y salen corriendo asustados. La pared se iluminó de luces celestes y entonces comprendí por qué habían escapado. Lamentablemente, yo ya no tenía fuerzas ni oxígeno para huir. Decididamente perdí el conocimiento otra vez.


Cuando pude despertar estaba dentro del patrullero, esposado. Todo era borroso y oscuro. Seguía sin oír nada, pero la burbuja ya no estaba más. Los canas en los asientos delanteros tenían unos cascos grandes. De una abertura salía a duras penas un oxígeno feo y frío, pero constante. Miro por la ventanilla y me empacho de un paisaje horrendo. Era el de siempre, pero por la ventanilla del patrullero se veía todo junto como una película. La gente paseaba con sus finos surtidores por enfrente de otros como yo que aspiraban del público. Algunos se aferraban a un respirador casi esperando morir, pienso yo. Algunos se disputaban el oxígeno, se robaban, se golpeaban. En lo que todos coincidían era en la vergüenza ajena con la que me miraban pasar. Pero a mí ya no me importa nada. Por primera vez en meses vi un camión del Estado recargando un respirador público. Justo ahora. Al doblar por una esquina veo a lo lejos al gordo aún tirado muerto en la vereda donde lo dejé hace días atrás.

Vuelvo a dormirme.


Al despertar estaba en un calabozo hediondo y frío junto a otros indigentes. O en eso se habían convertido todos acá adentro. Cada calabozo tenía un solo surtidor en la pared que nos turnábamos entre todos los presos. Olía a mierda lo que de ahí salía. Yo seguía sin oír nada y mi cabeza palpitaba, como si algo me estrujara el cerebro. Tenía la ropa pegada al cuerpo por la sangre seca. Si intentaba despegarla se volvían a abrir heridas, así que decidí dejarlo así. Ya nada valía mucho la pena. Daba náuseas respirar. A algunos les dan arcadas, escupen. En otro calabozo vi vomitar a un preso luego de aspirar del surtidor. 

El puño que apretaba mi cerebro estaba cada vez más cerca de cerrarse y yo solo quería ayudarlo. Pero nunca cerraba. Cuando estaba por hacerlo parecía arrepentirse, como si jugara conmigo. Llegó mi turno pero no quise pararme. Los otros detenidos me insistían y yo negué con la cabeza. Me miraban incrédulos. Uno hasta me acercó la manguera con la mascarilla y se la rechacé de un empujón. Un guarda se acercó y me insistió para que respire, pero me negué. A mi alrededor los presos de otros calabozos me miraban y gritaban cosas. Mis compañeros de celda intentaban convencerme, me sacudían. El guarda llamó refuerzos. Como si estuviera muteado, vi a todo el penal extasiado, agitando barrotes, arrojando prendas. Los guardas abren mi calabozo a toda ferocidad. En un momento veo que exactamente todos, presos y policías, me están mirando y justo antes de que me agarren junto todas mis fuerzas y digo a mis espectadores:

"No, gracias. Ya respiré demasiada mierda".

O eso creo, porque seguía sin poder escuchar.

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