Un día, filmando un corto para la facu, un actor me contó de una estancia en Uruguay donde a la noche aparecían ovnis. Me habló de luces incandescentes y conexiones indescriptibles. Esa noche le conté el descubrimiento a mi vieja y, contrariamente a cualquier cosa que hubiese esperado, me dijo que había estado leyendo sobre el tema. Hasta tenía anotado el nombre de la estancia. Y así formamos el equipo más inesperado en la historia de nuestra familia. Yo llamé al actor para más detalles y boceté un mapa. Mi vieja reservó pasajes y hotel, compró linternas. Y, sin dudarlo, partimos rumbo a nuestra aventura intergaláctica. Teníamos unos días así que aprovechamos para pasear, meternos al río y presenciar los carnavales. Por primera vez tomé cerveza con mi vieja. El día lo pasamos en unas termas cercanas. Y luego, mapa en mano, nos adentramos por aquel largo camino de tierra. Cuando por fin llegamos algo vibró en nosotros. Esperamos la noche y nos dispusimos a contemplar el cielo frente a la tranquera. La soledad era absoluta. Había sido un fin de semana tan increíble que si todo resultaba ser mentira no me hubiese molestado en absoluto. Entonces sucedió lo inesperado: vimos dos estrellas cambiar de color. Luego empezaron a moverse, bailaban. Pude sentir cómo una de ellas conectaba conmigo y se movía exactamente adonde yo mirara. Nos perdimos por completo hasta que un súbito mugido nos trajo de vuelta. La vaca había aparecido de la nada frente nuestro. Y así entendimos que había sido suficiente y volvimos. Corrimos el último tramo, a Dios gracias por las linternas, y llegamos justo a tiempo para tomar el último colectivo que nos llevaba al hotel. No recuerdo mucho la vuelta a casa. Y también... Pero lo que nunca voy a olvidar es la paz que sentimos cuando una de aquellas luces, gentilmente, nos escoltó durante todo el oscuro camino de tierra. Sabía que a su lado no tendríamos miedo.